El perro vuelve a su vómito, y la puerca lavada a revolcarse en el cieno.

 

En mi época de desengaño político y fe cristiana, conocí a un verdadero revolucionario anticristo, que tenía su inconsciente lleno de simbología cristiana, por haber sido monaguillo cuando niño, en la España del nacionalcatolicismo. En cambio, yo, católico, tengo el subconsciente lleno de símbolos paganos, porque cuando era niño, entre otras cosas, mi papá sacaba un televisor a la calle, y ponía películas pornográficas para delirio de las masas ya corrompidas por el sistema sandinista de Radio y televisión.  

Tuve una experiencia cercana a la muerte. Era un sueño profundo sin imágenes y en el que se descansa en paz, pero no era un sueño, más bien, se parecía a la Nada de Stephen Hawking, de Sartre, y del difunto Pascual. Yo no tuve conciencia de esa Nada hasta el momento del retorno a la vida. Sentí que me gritaban y me tocaban, pronuncié las siguientes palabras «¡quiero seguir durmiendo, no estén jodiendo!». Y me consolé pensando: «solo estoy soñando con agüizotes que me palmotean y me pellizcan, es sólo una pesadilla».

Abrí los ojos y me encontraba tendido en posición lateral, turbado por voces que me preguntaban mi nombre, y por manos que me sostenían y me palpaban. Una sustancia tibia y metálica salía de mi boca. Pensé que era sangre   y que me había accidentado en el carro que me heredó Pascual Capó. «Me llamo Camilo» Respondí con voz débil.

--- ¿Y de dónde eres Camilo? »—Me preguntaron los paramédicos

--- ¡De Nicaragua! Contesté tristemente.

--- ¿Y sabes dónde estás Camilo? ¿Sabes que te pasó?

--- ¡Sí! ¿Estoy en Huelva y me accidenté verdad? ¿Maté a alguien? ¡Lo siento mucho! ¡Perdón!

Pascual fue un político de la vieja guardia comunista, ya retirado, pero que seguía enemistado con Dios y con España, y yo, ex sandinista, fui su empleado durante tres años, en Mallorca, Islas Baleares.  Pascual padecía una enfermedad pulmonar terminal, y por las noches dormía con la luz encendida, para que no le molestaran los demonios, que eran producto, según él, no de la existencia del diablo, sino de su educación religiosa de niño, albergada en su subconsciente, a pesar de toda su instrucción marxista y humanista posterior; en el día blasfemaba mucho, contra Dios, contra España, contra Estados Unidos.

 

Había acumulado una enorme biblioteca de un millón de títulos, según su cálculo demagógico, pero que, dada las condiciones y las dimensiones del sitio, yo calculaba en medio millón. Antes de que le pusieran la eutanasia estuve con él en la clínica durante tres semanas, le llevaba a fumar a la terraza, informándole sobre las ventas de libros, porque nos dedicábamos a inventariarlos y venderlos por internet, en ciertas páginas confiables. Irónicamente, lo que le proporcionaba más ganancia, además de los libros hispanistas, era el material religioso y filosófico reaccionario, libros antiguos de escolástica, pergaminos religiosos en latín, y todo lo que tuviera  que ver con el antiguo régimen y con la España imperial; se vendían por toda España, Europa, América, y hasta en Vietnam.  Los libros revolucionarios del siglo XX, los tirábamos a la basura para liberar espacio, ya que se pagaban muy mal, y no se vendían mucho.  «Es que la religión sigue siendo el opio de los pueblos, compañero» decía mientras fumaba a borbotones, como un condenado a muerte.

 

-

 Yo que había sido un izquierdista absurdo durante mi pubertad, con mi respectiva dosis de ateísmo, por haber nacido en Nicaragua, uno de los pocos países donde triunfó la guerrilla revolucionaria, vine a conocer a este izquierdista de caviar y de biblioteca, en mi etapa de convencimiento católico. Sólo me interesaba hacer dinero para regresarme a Nicaragua a iniciar un negocio práctico que me permitiera construir una familia. Pascual era admirador de la revolución nicaragüense y veía en mí a un compañero de ideología, a pesar de que en mi habitación colgaban un crucifijo y una virgen de la pared, y estampa de Juan Pablo II, enemigo abierto del comunismo, en el espejo; él tenía un busto severo de Lenin en la suya. También tenía un hijo en el congreso (PODEMOS) Pascual pensaba, puerilmente, que todos los nicaragüenses éramos revolucionarios sandinistas, y todos los sandinistas, comunistas.  Desde el primer momento opté por prescindir de discusiones políticas o religiosas con él, simplemente me retiraba cuando empezaba a soltar blasfemias fuertes y lo dejaba hablando solo. «Esto casi no se lo digo a nadie, compañero Camilo» Me dijo una vez que manifestó su simpatía por Hitler y por la extrema derecha en general.  Asimismo, descubrí que Pascual también creía en Dios, pero con la fe de los demonios que según dicen las escrituras, creen y tiemblan, pero su orgullo y su soberbia no le permitía aceptarlo.  Antes de la eutanasia, tres veces estuvo a punto de Morir en mi presencia, pero mis primeros auxilios y las costosas máquinas de oxígeno y respiración artificial que poseía le sacaban de ese trance.

Al recuperarse, fumaba plácidamente y decía haber visto demonios burlones, y ambientes infernales que lo esperaban, pero lo explicaba científicamente: eran productos del inconsciente colectivo de la cultura Judeocristiana en la que creció. «Después de la muerte no hay nada, compañero, lee a Hawking, a Darwing, a Lenin y a Marx» Al día siguiente se cagaba en dios y en españa, era catalanista, a pesar de que no podía escribir bien el catalán, prefería hablarlo; y puteaba ferozmente a los funcionarios o empleados que le hablaban en español, menos a mí, porque me tenía cariño, por ser de la tierra de Sandino. Pascual tenía un inmenso fondo de dulzura en su corazón.  Contradicciones que todo revolucionario verdadero lleva dentro.

 

 

 Cuando le pusieron la eutanasia, además de heredarme el carro, me dejó también los libros, unos doscientos mil libros, para que me ganara la vida. Pero no me dejó las instalaciones. Según mi calculo, necesitaba un salón grande para almacenar todo ese material, y lo único que pude conseguir fue un trastero insuficiente. Sus hijos, buenos burgueses, me dieron quince días para desalojar. Decidí renunciar a ese negocio, y sólo llené 3 bolsas con los libros que más me interesaban, que cupieran en el maletero del carro. Era el tiempo de abandonar Mallorca y sus altos precios inmobiliarios y me embarqué en el Ferry hacia la península. Cuando llegué al puerto de Valencia, compré un refresco y conduje setecientos kilómetros hasta Sevilla, donde una tía.

 

                                                               II.

---¡No fue un accidente Camilo ¿No recuerdas que te pasó Camilo? ¡Haz memoria! ---Me contestaron los paramédicos.

--- ¡Sí! ¡Ya me acordé! ¡Me chupó una ola! ¡No soy buen nadador! -- Poco a poco fui recordando como me dejé arrastrar por las olas, y que, sabiendo que no podía hacer nada contra la fuerza del mar, extendí mi mano en señal de auxilio, con fe de que vieran los socorristas.

--- ¡Que bien Camilo! ¡Eso mismo! ¡eres un campeón! dime tu número de documento y tu nombre completo, y algún contacto para que le avisemos de tu situación—Dijeron con emoción.

Di con coherencia esos datos, y quise ponerme en pies, minimizando la situación, pero me atajaron.   Me dijeron que estuve 6 minutos en paro cardiorrespiratorio y que teníamos que ir al hospital

--¡Ah este nos lo cargamos! --- Dijo uno  en voz baja.

 Me puse en alerta, recordé todas las teorías de la conspiración que había leído, y todos los videos de youtube que denunciaban el sistema médico mundial y a la industria farmacéutica. Temí que me iban inyectar alguna sustancia como la que le inyectaron a Pascual para hacerlo morir plácidamente, y con voz lastimera protesté «¿Como es eso que me van a matar?  ¡Mejor me voy a mi casa, estoy bien, quíteme estos cables!» Quise incorporarme, pero me lo impidieron, aclarándome que no se iban a cargar mi vida, «Que te vamos a cargar en la camilla, Camilo, ya llegó la ambulancia»

Llegué al hospital y me ingresaron directamente en la UCI. Sondas en la nariz y en el pene, sensores en el pecho, catéter en las arterias, mascarilla de respiración artificial y la prohibición de darme agua y comida, hicieron de esa noche una de las más horribles de mi nueva vida. El aire que expulsaba la mascarilla me tenía la lengua reseca. Una mujer de senos apacibles antes los que la lengua de la vaca resucita una glándula violenta. Me sentí como en esos versos de César Vallejo, el poeta comunista abortista que amó a España y que cantaba el dolor universal, mientras mi lengua adquiría un relieve bovino, nuevos surcos brotaron por la sed. Le pedí agua a una enfermera y me dijo que estaba loco, que suficiente con la que tragué en el mar. Cristo pidió agua en el madero y le dieron vinagre. Si tan sólo me hubieran dado un poco de vinagre a mí también, o una Toña.

 Miré hacia un lado y había un crucifijo en la pared, y en vez de dar gracias a Dios por estar vivo, sentí una aversión hacia ese símbolo. Me sentía en lo profundo de mi ser, desengañado de la religión de mi madre, y de España, la religión que había sido el sentido de mi vida en los últimos años, después que dejé de ser sandinista, por el hecho de no haber visto nada sobrenatural en mi experiencia tan cercana a la muerte, ni ángeles ni demonios, ni luz ni fuego, no San Pedro, no Caifás; sólo la Nada de Pascual Capó, de Richard Dawkings, y de los naturalistas; la Nada sobre productora del credo del incrédulo del Padre Castellani:

Creo en el Libre Pensamiento,

la Civilización de la Máquina,

la Confraternidad Humana,

la Inexistencia del pecado,

el Progreso Inevitable,

la Putrefacción de la Carne

y la Vida Confortable.

Amén.

 

 

 

  Esta era el credo de Pascual Capó, el campeón de la evolución y de la psicología social, a quien consideré en ese momento, el hombre más listo del mundo. Y como el ser más digno de lástima, mi propio ser.

Diez días pasé en el hospital, conmocionado por ese descubrimiento, consternado, triste. Visto racionalmente, mi decepción era una idiotez de mi intelecto, porque no me morí, y no pude haber visto cosas, a pesar de los miles de testimonios de gente que vuelve del otro lado y dice haber visto luces o fuegos. Los consideré unos farsantes. Pero mi fe seguía moribunda. Nunca había sido una fe verdadera, me volví católico solo para llevarle la contraria al mundo, después de mi decepción del sandinismo, del budismo y del gnosticismo.   No recibí ninguna visita porque a nadie le avisé de mi situación. El número que di era un número que ya no existe. Ni mis hermanos, dispersos por el mundo, ni mi madre ni mi hijo en Nicaragua, nadie supo. Yo había estado internado durante un mes en un hospital de Mallorca, cuatro años antes, por tuberculosis pulmonar, y recuerdo que cuando me dieron de alta, me sentí el hombre más feliz del mundo, sonriendo por las calles, por volver al mundo libre, por saber que Dios existe. En esta ocasión, fue totalmente lo contrario.

Esta vez no sentía ninguna motivación. Me preguntaron sí tenía cómo volver a casa.  Ante mi negativa, me asignaron una ambulancia para que me transportara hasta mi domicilio en Sevilla. Debía esperar a otros pacientes que también iban de alta. Esperé 2 horas.

 Mis compañeros de viaje, resultaron ser 3 personas que parecían sacados de Stardust Memories, la película de Woddy Allen en la que le toca viajar en el vagón de los feos y tullidos en un viaje en tren. Mis acompañantes eran una viejita llorona de unos setenta años que no paraba de lamentarse, pronunciaba oraciones luctuosas en latín, lo que me causó estupor y desconcierto; un chaval en silla de ruedas, calvo y raquítico, con una parálisis facial que le confería a su rostro un aspecto de burla al prójimo; y un señor de unos cincuenta años, con la piel llena de moretones y heridas, hediondo a cebo, y más gordo que las obras completas de Balzac. A la par había otra ambulancia, que ya se empezaba a llenar de personas de aspecto más vital.  Busqué un espejo para verme, me bajé de la ambulancia y me vi en el espejo retrovisor. Mi aspecto era realmente lamentable, empecé a comprender que mi vida nunca más sería igual que antes.

Durante el viaje, opté por guardar silencio, a pesar de las miradas y los gestos amistosos de semejantes pasajeros. Ante mi seriedad, los dos despojos humanos se pusieron a cuchichear entre sí, palabras indescifrables, y la señora seguía lamentándose, dándole a la ambulancia una atmosfera deprimente y espantosa. Me tapé los oídos con un algodón que extrañamente apareció en mis narices, y volteé a ver la ventanilla, a la orilla de la carretera, apareció un parque de pinos interminable, que me hicieron más llevadero el camino, pero luego, una llanura árida, grandes extensiones de pastos marchitados, campos andaluces quemados por el sol. De repente la ambulancia se desvío por un camino secundario, llegó a una rotonda, y tomó la segunda salida hacia TANATORIO/CEMENTERIO. ¡Se me fue el alma al culo!  

Ciertamente me llevan a enterrar y yo soy un cadáver al que la burocracia se ha tardado mucho en mandar a una fosa común. Me palpo y siento que la piel se me hunde, me pellizco, y no siento nada, me miro las manos, y las tengo moradas como Pascual Capó el día en que le di el último abrazo, antes de que le pusieran la inyección letal. Me examino la ropa, y estoy vestido de lino fino, calzados formales de cuero negro, toda la indumentaria de un muerto. La respiración me falta y siento toda la angustia que no sentí en el mar, porque no recuerdo haber luchado contra las aguas como lucho ahora contra el flujo de mi conciencia; por  haber pecado tanto espiritualmente, por servir a dos señores, mi castigo es el cementerio de una tierra que no es mi tierra; mi fe comodona, mis silencios ante las blasfemias e injusticias, mi neutralidad en las guerras, mi tibieza de espíritu; mis pecados carnales y mis impurezas, el conocimiento de la Verdad y la vida en la mentira. Cierro fuertemente los ojos, me tapo la cara con las manos sucias, abro los ojos.  Ahora si que veo cosas. La nada no existe. Esta es la muerte, y mi alma se prepara para el infierno o el purgatorio.



 Al que se le ocurrió la diabólica idea de construir un asilo de ancianos al lado de un cementerio en una zona rural, le debo esta confusión abismal de de mis sentidos, me cagué y me mie. Apearon a la viejita en un lugar llamado “Residencia Miraflores del camposanto”.  La ambulancia se puso en marcha otra vez, y me quedé dormido

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