El cautivo

 A ras del suelo, amigo, la isla me sigue pareciendo aquella tortuga que vi desde el cielo, en sus límites rocosos y empinados, que me provocan pesadillas abominables: sueño con abismos y con corsarios, con tsunamis y diluvios, con submarinos y misiles; y en la extrema lentitud de su justicia, de sus ayuntamientos, de sus autopistas, atascos interminables que se acrecientan en verano. El verano es para mí infierno. Los inviernos son cada vez más cortos, casi no llueve. La primavera y el otoño son mis estaciones favoritas de la eternidad. Espero la primavera mallorquina como agua de mayo nicaragüense.

Por decir algo, le digo que en la eternidad no existen las estaciones, ya que estas forman parte del tiempo. Y me dice que él ha perdido la noción del tiempo, que vino a Mallorca con la intención de quedarse dos años y que ya ha perdido el censo de los días. Me muestra su pasaporte y, efectivamente, está caducado. Vino hace más de cinco lustros. Diez años antes que yo. Y le hago la inevitable pregunta:

—¿Has contemplado la posibilidad de regresarte a nuestro país?

Pero no me contesta.

—Vamos a tomarnos unas cervezas allá —me dice, y acepto su invitación.

Me había quedado varado en Porto Colom y me dio raid en su autocaravana hasta Palma. Se ve una buena persona. Escogemos un bar autóctono donde cuelgan banderitas de España. Se ven muecas de fastidio entre los contertulios del bar por las noticias que emite el telediario, y quizá también por nuestra llegada. Pedimos dos cañas. Los contertulios empiezan a quejarse por la derrota del Mallorca FC y su descenso a la segunda división. A decir verdad, yo que los conozco bien puedo decir que se quejan de todo, desde las cosas más triviales hasta las más inmensas: de la reducción de la tortilla y del tocino, y del aumento de la inmigración; de la escasez de suministros y del exceso de turistas que colapsan la isla en verano; de la falta de seguridad en las calles en cualquier día del año y del aumento de seguridad en el preciso momento en que viene el Rey de España con su Familia Real al Palacio de Marivent, donde tienen su residencia estival; de la desaparición de sus costumbres regionales y de los discursos del presidente en funciones.

De pronto, en el telediario hablan sobre la desarticulación y el encarcelamiento de los cabecillas de dos bandas latinas, y uno de los contertulios exclama:

—¡Venga, hombre! ¡A su puto país de mierda los tendrían que mandar! ¡En la cárcel viven a cuerpo de rey! ¡Les dan paguitas, psicólogos y putas!

—¡Me cago en Dios! ¡Con Franco tendrían que trabajar! ¡A ver si les quedaban ánimos de estar presos! —le contesta el otro, exhalando una bocanada de humo espesa.

Mi amigo sale de su silencio y me dice que fue por ese tipo de rumores que perdió su libertad, que por eso no puede irse a Nicaragua, porque él siempre quiso estar preso, como los escritores del canon occidental, como Cervantes, Dostoyevski, Sade, Voltaire y tantos otros.

—Siempre anhelé vivir sin trabajar, como los aristócratas y como los reclusos.

Suelto una carcajada por su ocurrencia y le digo que la próxima cerveza va a mi cuenta.

—No estoy bromeando. Lo de las prostitutas gratis no me interesaba, porque ese gremio de mujeres siempre me pareció muy límpido y aséptico; son muy escrupulosas y están superinmunizadas, no permiten ni que les des un beso en la boca. En cuanto al tema de los psicólogos gratis, no los necesité ni cuando tuve aquella experiencia cercana a la muerte que me arrojó a la Nada y que me tuvo al borde del nihilismo y del suicidio.

Le veo los ojos llorosos y le pido que me cuente qué fue lo que le pasó. Pero se tarda en contestarme. Le ofrezco un cigarro y dice que no fuma. De pronto empieza a hablar:

—Pero lo de las paguitas gratis sí me interesaba. A nadie le viene mal una paguita sin hacer nada. ¡Pero qué va a ser! No me dieron meretrices, psicólogos ni dinero; fueron más magnánimos conmigo: me dieron la isla por cárcel. Por eso no puedo irme amigo. Al igual que los prisioneros de la legendaria prisión de Alcatraz, estoy encerrado en esta fortaleza. ¿Sabías que fue constantemente acosada por los corsarios en la Edad Media? A nadie le gustaba vivir cerca de las costas. Vivían replegados detrás de las murallas. Ahora todos se mueren por vivir en las costas; una casa en primera línea de playa no baja del millón de euros. Después, en tiempos más modernos, llegó a ser el refugio de grandes artistas como Chopin o como nuestro Rubén Darío, que venían acá buscando el buen clima mediterráneo y la paz que emanaban estos paisajes. No había los cielos manchados por esas estelas de humo que dejan los aviones de la OTAN cuando pasan por aquí, ya que tienen una base naval en Cádiz. ¿Lo sabías?

Le digo que sólo sabía lo de Darío, y que todo lo demás me parece muy interesantes. A pesar de que estamos hablando suave, uno de los contertulios del bar interviene en nuestra conversación y le dice a mi culto amigo que esas son estelas químicas que el gobierno irradia deliberadamente para debilitar el sistema inmunológico de la población.

—Esas no son simples estelas, son chemtrails. Tú, que pareces muy listo, lee sobre eso y te darás cuenta de lo que te digo.

—En tiempos de Franco el aire era más puro. Lo que tiene que hacer España es salirse de la OTAN. ¡Cof, cof, cof! —exclama el otro—. Este puto catarro de mierda es por culpa de esos químicos. ¡Cof, cof, cof! —tose mientras fuma, exhalando bocanadas de humo más espesas que las que dejan los aviones militares.

Mi amigo les dice que esas cosas nadie las sabe a ciencia cierta, si sean verdad o mentira. Ellos empiezan a hablar sin parar de diferentes teorías conspiracionistas, saltan desde los anunnakis hasta el reemplazo poblacional blanco, pasando por los microchips en las vacunas y el resurgimiento del comunismo. El ambiente se vuelve insoportable y nos despedimos amigablemente de semejantes tertulianos.

Mientras volvemos hacia su autocaravana a recoger mi mochila, le digo que me dejó intrigado con eso de que tiene la isla por cárcel. Veo que es temprano todavía. Le pregunto si ya comió y me dice que no, y decido invitarlo a comer cerca de allí, picado por la curiosidad de saber más de este buen hombre. Pero me dice que tiene que ir al Paseo de la Sagrera a hacer una diligencia.

—Te acompaño —le digo, y acepta.

Entonces me dice que esa es su vida desde que se separó de su mujer: rodar de un lado a otro de la isla, desde Portocolom —donde me recogió— hasta Deià, desde Alcúdia hasta Andratx. No puede aparcar mucho tiempo en un mismo sitio sin que se quejen los vecinos y sin que la policía municipal lo aceche. Semana tras semana repite el mismo circuito; está atrapado en la rutina cíclica de sus andares.

Pasamos por el Terreno, el barrio donde vivió Rubén Darío en su primer viaje a Mallorca hace más de un siglo, y llegamos al Paseo de la Sagrera, en donde hay una estatua egregia suya en homenaje, mirando hacia el poniente. Mi amigo se aparca en una zona amarilla.

Entonces saca unos trapos y un cepillo del fondo de una caja, y se va directo a la estatua; le sacude el polvo, le lustra sus zapatos de mármol, y yo me quedo asustado. Se tarda como diez minutos en su labor. Al volver, me dice que esa es su condena: aplanar todos los caminos de la isla y limpiar todos los monumentos, semana tras semana, mes tras mes, sin poder salir de ese bucle, sin poder regresar a Nicaragua.  Yo le vuelvo a interrogar, le pregunto si tiene restricción migratoria o si no tiene familia en Nicaragua que lo esperen, o si simplemente no tiene dinero para el pasaje, y me dice que me va a contar su historia, pero que no lo interrumpa porque pierde el hilo muy fácilmente.

Le digo que soy todo oídos, y empieza a hablar:

—¿Que por qué no me regreso a mi patria si acá no tengo ni trabajo fijo ni casa? No lo recuerdo ciertamente. Pero por alguna razón se me ha hecho imposible salir de aquí. Hurgo en mis recuerdos, pero son difusos y truncados. Desde que sufrí aquella terrible experiencia cercana a la muerte —que no fue mística ni reveladora, sino angustiante y vacía, porque experimenté la Nada amarga del nihilismo, la falta de trascendencia de la vida— perdí algunas zonas de la memoria. Como los enfermos de Alzheimer, únicamente recuerdo los sucesos más recientes y las experiencias más remotas.

Me acuerdo que salí de Nicaragua, que deambulé por Costa Rica, Honduras, Guatemala, Chiapas. Luego recuerdo una especie de agujero de gusano o colisionador de ladrones, un agujero negro, un contenedor cargado de migrantes que anhelaban robarse el sueño americano; nuestras cabezas colisionaban unas con otras. Perdí el conocimiento. Recuerdo que aparecí en Arizona. Recuerdo después una redada, unos grilletes y una deportación. Recuerdo que empecé a trabajar en Nicaragua: aprendí a pegar bloques y a recortar ladrillos. Recuerdo mi salario, recuerdo que lo gastaba todo en un cibercafé; recuerdo que pasaba conectado al internet unas cincuenta horas semanales, embotándome el cerebro de pornografía, de literatura y de amistades a granel en todas las latitudes de la Tierra.

Recuerdo que hice amistad con una nicaragüense residente en Mallorca, que padecía del corazón. Recuerdo un enamoramiento virtual. Recuerdo que cuando comuniqué a mis amigos mi viaje a España, se burlaron de mí. Estaba muy mal visto para un varón en edad reproductiva emprender un viaje a España, porque aquí «solo había trabajos para mujeres». Recuerdo que recibí el mote de vividor. Me recomendaron quedarme en mi escala en Panamá o volver a intentar el sueño americano, porque allí sí había trabajos para hombres. Me dijeron que España era un país de camareros y de putas. Me pronosticaron que no iba a conseguir trabajo, que la mujer me iba a mantener y que me iba a volver gay.

Recuerdo un cuento de Cortázar, La isla al mediodía, en el que un aeromozo se obsesiona con una isla griega en el Mediterráneo. Siempre que el avión sobrevuela la isla, él se queda embebido en la ventanilla viéndola y sueña su vida en esa isla, a la que confiere, desde arriba, forma de tortuga «que sacara apenas las patas del agua», hasta que un día cae en la isla y muere. Recuerdo que cuando mi avión empezó a descender hacia las Islas Baleares, Formentera me pareció un cangrejo, Ibiza una tarántula y Mallorca un híbrido entre la tortuga cortazariana y la prisión de Alcatraz.

Recuerdo a mi novia esperándome en el aeropuerto, su abrazo y sus ojos marrones y alegres. Recuerdo su confesión: me dijo que yo era más bonito en fotos, pero que no le importaba, porque a ella le interesaban mis sentimientos exclusivamente. Antes de ir a su casa debíamos repartir entre sus primas unas encomiendas que yo cargaba: pinolillo, queso y medicinas. Entramos a esta misma ciudad de Palma, cuyos edificios me parecieron carentes de gracia desde el primer día; luego cogimos el tren a Inca. Recuerdo el calor de su mano con la mía mientras observábamos por la ventanilla la Serra de Tramuntana y el Puig Major, y con su índice señalando hacia la cima me dijo emocionada:

—¡Allí te voy a llevar un día! ¡Desde allí se ven todas las Islas Baleares!

—Ya las vi desde el avión. Mejor llévame a tu cama, que estoy muy cansado —le contesté mientras besaba su frente.

Después de presentarme oficialmente como su novio y de repartir los souvenirs, por fin emprendimos el viaje hacia Valldemossa, por si no lo sabes, ese es uno de los pueblos con el PIB más alto de toda España. Ella era consignataria en ese pueblo de una casita típica mallorquina, con paredes de piedra caliza y ventanas verdes, bigues de encina y su respectivo aljibe para almacenar lluvia.

Yo ya había leído aquellos versos de Darío:

Vago con los corderos y con las cabras trepo /

como un pastor por estos montes de Valldemossa /

y entre olivares pingües y entre pinos de Alepo /

diviso el mar azul que el sol baña de rosa.

Valldemossa fue un sitio idílico para vivir nuestra historia de amor. A pesar de su riqueza, aún conserva la belleza natural de antaño. Tiene caminos muy entrañables en los que nos perdíamos y nos buscábamos guiándonos auditivamente por una campanita que nos atábamos al cuello, de las que usan las cabras. Íbamos a buscar agua de una fuente cercana y regresábamos empapados de agua y de rocío. Veíamos la aurora y el crepúsculo juntos. Emprendíamos caminatas de ensueño. A veces nos sorprendía la oscuridad en las noches sin luna, y nos guiábamos por el rumor de los vientos.

Contra el pronóstico de mis amigos, conseguí trabajo a una legua de allí como pastor de ovejas. Las cosas parecían marchar bien. Ella trabajaba cuidando a una anciana desde hacía cinco años y me dijo que probablemente le heredarían esa casa, porque la señora no tenía herederos naturales; ya se lo habían prometido. Soñamos con tener nuestros propios herederos, sin poseer todavía la casa. Soñamos con una parejita de gemelos, un niño y una niña, porque en nuestras familias habían antecedentes de gemelos por ambas ramas.

No puedo precisar el día en que todo aquel idilio se acabó. Me quedé sin casa y sin cabras, sin hijos y sin aljibe, por culpa de los celos de su corazón delicado y sensible. Padecía de taquicardias. La mayoría de las nicaragüenses que conozco, y vos debes saber de esto, no son partidarias del amor libre ni del “cada quien en su casa”. No permiten el amor compartido ni las vidas separadas. Por esas cuestiones culturales de nosotros, yo era muy dado a la cortesía con las damas, a la caballerosidad y a los malentendidos. Eso le rompía el corazón a mi pobre tortolita. Me separé de ella en términos más que amistosos.

Empecé a trabajar en lo que había aprendido en Nicaragua: pegar bloques, recortar ladrillos. Así pude regularizar mi situación migratoria. Pero cuando escuché que a los presos les pagaban, aborrecí la obra y empecé a planear mi viaje al cautiverio, en donde pudiera ejercer, sin preocupaciones, el ejercicio de las letras y la lectura de los clásicos, y en donde pudiera ahorrar para mi futuro.

Lo primero que se me ocurrió fue escribir en las paredes del ayuntamiento:

¡CAUTIVOS DE TODOS LOS PAISES, UNÍOS Y VENID A ESPAÑA!

¡AQUÍ TENDRÉIS PAGUITAS, PSICÓLOGOS Y PUTAS!

Después empecé a cagarme y orinarme en los monumentos, me colaba en las filas de las instituciones, me aparcaba en las puertas de la policía (aparcamiento restringido); empecé a vender pajaritos y gatitos por internet. Un día piropeé, como un albañil caribeño, a una rubia de ojos azules y malla de encaje por donde relucían voluptuosamente sus entrañas rosaditas, que paseaba solitaria por la playa. Pensé en el piropo más aberrante y delictivo del mundo, que mereciera prisión sin fianza.

—Qué bárbara, mi amor. ¡Te comería con todo y mierda! —le dije vulgarmente.

Su rostro hizo una mueca entre la indignación y la risa. Me respondió con sarcasmo que si sería capaz de eso, ya que esa tarde había almorzado lentejas con chorizo. Le dije que venía de una tierra de tradición escatológica y que eso no era un problema para mí. Me permitió tomar el sol con ella tendidos en la arena. Conversamos de todo un poco: me dijo que era paraguaya, pero que toda su vida había vivido en Mallorca. Su escote era ínfimo, pero de la cintura para abajo parecía una alemana elevada a la cuarta potencia nalgar.

Me dijo que tenía veintiocho años y que trabajaba de recepcionista en un hotel cercano. La invité a tomar una caña en el bar de enfrente. Luego volvimos a la playa y nos bañamos juntos. Poco a poco me fui acercando a ella: primero la cogí de la mano, luego hice algunas payasadas náuticas para hacerla reír, un volantín de gato sincronizado y calculado para que se me viera un testículo colgando, buscando su risa o su excitación. Me dijo que yo era muy divertido y pícaro, y que le gustaban mis camanances. Cogí su mano y le di un beso; ella se sonrojó. Quise besarla en la boca, pero ella me dio la espalda y me dijo que la siguiera. La acompañé hasta la puerta de su casa. Le soliticité una segunda cita. Me dijo que volviera al día siguiente, a la misma hora, y al mismo lugar, y que allí la encontraría para darnos otro chapuzón. Nos despedimos con un beso en la mejilla. No pude dormir esa noche de la felicidad. Ya no me importaba estar preso. Sólo me importaba volver a verla. Al día siguiente, allí estaba la rubia. Volvimos a caminar por la playa agarrados de la mano, volvimos a bañarnos juntos, ciertamente, ella me abrió su corazón.

En este momento, mi amigo interrumpió su historia. Entró en silencio. Sus ojos se le llenaron de nostalgia. Y me preguntó a mí que cuándo pensaba volverme a Nicaragua.

Y le contesté que yo ya no vuelvo a Nicaragua, que acá tengo toda mi familia, que conocí a una mallorquina que me  dio dos hijos, y  que son como mis grilletes carnales que me atan para siempre a la isla, que yo también estoy cautivo en esta isla de piedra.

—¿Vos también tuviste hijos con la paraguaya, ¿No? ¡Por eso te sentís preso en Mallorca! — Le pregunté, guiñándole un ojo.

Me dijo que no. Que nadaron juntos durante tres días, pero al cuarto día, por sorprenderla, nadó detrás de las líneas rojas, y se ahogó. Y que se despertó en la arena con la mitad de los recuerdos perdidos. Estuvo cinco días en observación en el hospital. Cuando salió, le llegó una notificación judicial por tocamientos indebidos. No pudo permanecer en la cárcel más de una semana. Necesitaba matar a alguien o robar algo grande, el oro que España se trajo del Nuevo Mundo, por ejemplo, pero era muy cobarde para esas cosas. Por todos los delitos menores que cometió, ahora tenía cuantiosas deudas y sanciones, y tenía que seguir haciendo trabajos comunitarios, cepillo en mano.

—Ahora, con tu permiso, te pido que me dejes solo, amigo— me dijo, y me cerró la puerta de la autocaravana.

Yo le mentí sobre mis hijos y mi mallorquina y no sé si él también me tomó el pelo con su historia.

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