ESTOY EN INDOCHINA
“El producto
mejor terminado del capitalismo es el pobre de derecha” dice un conocido meme
que circula de arriba abajo en las fosas sociales y yo, que no soy precisamente
un tecnócrata neoliberal, no voy a refutar eso. Pero, ¿y qué pensar del pobre
que defiende o delira con las ideas izquierdosas en un país devastado por la
izquierda, sea cultural o económica? Me puse a pensar en esto después de
repasar un libro de propaganda sobre el Che Guevara, con las que lavaban el
cerebro a la juventud en las universidades públicas, en el que algunos ancianos
cubanos de la Sierra Maestra, sumidos en la miseria cincuenta años después,
recordaban o les hacían recordar con alegría las andanzas del guerrillero antes
de su martirio en Bolivia. Me pareció, en ese entonces, y me lo sigue
pareciendo, un caso sumamente triste.Repasando este libro infame, recordé el
caso de dos muchachos que conocí en Chinandega, que podrían ser el producto
mejor terminado de la izquierda en su faceta tanto cultural como económica,
alienando almas hasta la locura y expoliando los cuerpos con miserables
salarios”
Quién
iba pensar, al ver aquellos dos loquitos izquierdistas, que a los años andarían
encapuchados. Uno de ellos ya estaba identificado con la miseria mucho antes
del primer día de entrar al servicio, donde propagaría su rebeldía. El odio, la
angustia y el ansia de cambio se habían incrementado en él desde su ingreso.
Odiaba el área a la que había sido asignado, se angustiaba al contemplar la
aridez natural de la zona. Después de poco tiempo tratando de adaptarse, se dio
cuenta de que tenia diferencias con la mayoría de sus compañeros, los cuales
eran adeptos al sistema.
—Dicen
que el sistema se cayó—dijo alguien con cierta preocupación—, estamos jodidos.
Pero
otro que lo acompañaba, con mucha tranquilidad, lo apaciguó:
—Así
dicen siempre, la gente es hablantina, no les creás.
El
primero respiró tranquilo al escuchar esa muestra de optimismo.
—¿’tas
listo para…? —preguntó, ya con una risita en su rostro.
—¡Lo
nuevo reemplaza a lo viejo! Sí, ¡jodido, por eso estamos aquí!—contestó el
optimista.
—¿Trajiste
el papel?
—Si,
allí lo paso por debajo.
—Dale
viaje.
Su
diálogo fue escuchado desde un rincón por uno de de estos chinandeganos,
llamémosle desde ahora “el Soldado de la Revolución”, porque así se hacía
llamar (quien iba a pensar que a los años andaría encapuchado) y se puso
nervioso; recordó la teoría de la negación de la negación—lo viejo niega lo
nuevo—con cuyo estudio había quemado algunas neuronas durante su juventud, en
aquellos libros de la editorial progreso de Moscú que aún circulaban por las
universidades públicas. Entonces se sumió en sus pensamientos diciendo:
—¿Qué
saben ellos de las leyes de la dialéctica? Absolutamente nada, son unos pobres
esclavos del sistema, al igual que yo, pero yo quiero hacerlo explotar, yo
tengo conciencia: el Soldado Universal es el único además de mí que tiene
conciencia de las cosas; él si conoce las leyes de la naturaleza, es culto y es
revolucionario como yo. Pero el Soldado Universal ha desaparecido últimamente,
es como si se lo hubiera tragado la tierra, no he tenido informes de él
últimamente. ¿Habrá caído en combate?
Cogió
su lápiz, y anotó las siguientes oraciones: “Sin teoría revolucionaria no hay
movimiento revolucionario. Soldado Universal ¿dónde estás? Atte. Soldado de la
Revolución”.
Quién
pensaría que a los años andarían encapuchados los dos. Eran las nueve y treinta
y cinco de la mañana, día sábado. Faltaba poco para el conteo rutinario que se
solía hacer después de salir a la pequeña junta o reunión superficial de todas
las mañanas, y para que sonara la alarma escandalosa que lo hacía desear que el
jefe fuera un pedazo de masa para desvanecerlo, o un blanco fácil; en toda esa
zona, todas las ordenes venían de allí, toda la propaganda estúpida, toda la
rutina de ejercicios innecesaria, todo el orden y toda la autoridad; aunque en
el fondo no era más que una pieza de ese engranaje transnacional, de esa
ingeniería inhumana, elementos que en la mente alienada del Soldado de la
Revolución adquirían una terminología aún más descarnada:
—Si
él se muriera yo podría asumir la dirección de este ejército, yo estoy
capacitado para dar órdenes, vengo de la masa, pero puedo dirigir a la masa,
tengo facultades. Yo he leído muchos libros, conmigo las cosas serian más
justas, yo tengo conciencia… El Soldado Universal es el único además de mí que
tiene conciencia de las cosas, quizá por eso ha desaparecido. Ha desaparecido
como los desaparecidos. ¿Quién grita dictadura del pueblo al accionar su arma
como lo hago yo?
Mientras
pensaba de esta manera, un repiqueteo hiriente, una ráfaga cercana, lo regresó
a la realidad: sintió un mal olor muy profundo, parecido al olor de la muerte
de una cría de ratón. Buscó la pistola, que se le había caído, y se irguió.
Sonó la alarma escandalosa, salió a la luz. Se incorporó a sus compañeros para
el conteo.
—Uno,
dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece,
catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte,
veintiuno, veintidós, veintitrés; están completos, regresen a sus puestos y no
se preocupen, muchachos. El sistema no se ha caído—dijo una voz sin mucha
autoridad.
—Allí
andaban diciendo que el sistema se había caído—objetaron con debilidad, algunas
voces.
—¿Quien
andaba diciendo eso?—dijo la voz sin mucha autoridad.
—Las
malas lenguas—respondieron al unísono los operarios.
—-No
anden creyendo cosas. Otra cosa que se me olvidaba decirles, ya no anden
rayando los baños, por favor. Yo sé que no son todos, pero hay algunos en esta
línea que rayan los baños. Cuando descubramos a esas personas, vamos a darles
de baja por orden del jefe. Él es el que manda aquí y no le gustan esas cosas.
Aquí no es prisión, es un centro de trabajo, muchachos. Ah, y otra cosa, desde
mañana es prohibido sacar las pistolas y todas las herramientas de la línea.
Cuando vayan al baño o al comedor, tienen que dejarlas aquí—sentenció la
supervisora atropelladamente.
Moisés,
el auto-nombrado Soldado de la Revolución, escuchaba a la supervisora con ira.
Trabajaba en esa zona franca desde hacía cinco meses y su labor consistía en
manejar una pistola remachadora de casquillos durante ocho horas. Todas las
mañanas, a la hora del almuerzo—a las nueve de la mañana—iba al
servicio—“Obligatorio lavarse las manos después de salir”—y daba rienda suelta
a su necesidad de expresión, escribiendo frases irreverentes y obscenas. Una
vez escribió: “para cagar se necesita poner el culo en dirección al sol para
que la mierda salga alegre”. De esta manera fue cultivando una amistad con
alguien que le respondió: “Brother, tienes razón, pero esa mierda es imposible.
Hasta la victoria siempre”. Entonces Moisés le dio pautas para una nueva respuesta:
“loco, que viva la Revolución… Atte. Soldado de la Revolución”. Y el otro no
pudo ser más vehemente de lo que fue: “Muerte a los dueños de esta fabrica.
Atte. Soldado Universal”. Y así sucesivamente las láminas de los servicios
higiénicos fueron adquiriendo las tonalidades verde oliva de estos dos
loquitos.
Nunca
en esa manufacturera hubo tanta poesía como la que hubo durante el ciclo en que
les correspondió trabajar. Ya habían entrado en conversación sobre la
revolución rusa, sobre las guerras mundiales; sobre la revolución bolivariana,
en cuyo líder se había inspirado Moisés para adquirir su pseudónimo; sobre cuál
era la estrategia a seguir, para no caer en combate. Hasta tuvieron tiempo para
conversar sobre arte, literatura, música y cine; se sospecha que del séptimo
arte había adquirido el Soldado Universal su pseudónimo. Ya habían ganado
enemigos, ya habían sufrido sabotajes, durante algún tiempo un infiltrado firmó
manifiestos haciéndose pasar por el Soldado de la Revolución; también apareció
un tal Soldado Desconocido que les declaró la guerra, pero que de la noche a la
mañana desapareció como si una bala lo hubiera herido y, por supuesto, las
autoridades de la zona franca luchaban de todas las maneras para extirpar la
hormona que motivaba a estos dos locos a rayar las paredes.
Incluso,
ya se habían aburrido de su vandalismo, hasta una mañana en la que el sistema
se había caído presuntamente. Cuando no hay sistema en ese tipo de industrias,
francamente no hay pago para los empleados; hasta esa mañana en la que el
Soldado Universal encontró la frase revolucionaria y el mensaje del Soldado de
la Revolución preguntándole por su paradero. Por lo que él se apresuró a
escribir: “Estoy en Indochina. Atte. Soldado Universal”.
Este
eunuco había escuchado más de cincuenta mil veces la canción El derecho de
vivir en paz de Víctor Jara y tenía podrida la mente por tanta propaganda
izquierdista a la que había sido sometido y de esta manera confundía un baño de
zona franca del nuevo milenio con un mítico campo de guerra de los años
setenta.
Hasta
allí llegaría la correspondencia secreta de estos dos locos que no se conocían
en persona. Quién iba pensar que a los años se iban a conocer encapuchadamente.
En medio de toda la masa obrera allí activa, era difícil para ambos saber quien
podría ser cada uno de ellos. A Moisés lo despidieron del trabajo al día
siguiente por insubordinación a la supervisora y Exael, el Soldado Universal,
nunca más obtendría réplica. Él también sería despedido al poco tiempo por mal
comportamiento.
Hasta
aquí, esto sería totalmente anecdótico y carente de gracia y de vibratibilidad
espacio-temporal. Lo sustancioso es lo que sigue.
No es
que se volvieran guerrilleros terroristas como el che Guevara, pero años
después, en vísperas de diciembre, teníamos a Moisés con capucha, de manera que
sólo sobresalían sus ojos. Cerca de él, ridiculizado por su lentitud con la
bandeja, azuzado por el supervisor, otro brother igualmente iba
encapuchado. Vestían tapa bocas y gorros, de modo que sus respiraciones, greñas
y sus gérmenes no contaminaran a los camarones. ¿Le transmitirían el ansia de
libertad o los ecos del che a los crustáceos?
Moisés
y Exael fueron a parar, después de dos años en el desempleo, mordidos por la
necesidad, a otra zona franca, una procesadora de camarones.
—Entonces, brother,
¿te gusta este trabajo?—preguntó Moisés en un respiro al nuevo operario de la
línea de producción.
—Si
es muy divertido es como estar en el polo norte—contestó Exael sobresaltado.
—¿Y
adónde trabajabas antes?—dijo Moisés después de otro respiro.
—En
Arnecom. Contestó Exael tímidamente.
—Yo
también trabajaba allí—afirmó Moisés, quince minutos después, en otro respiro.
Las
vueltas que da la vida. Los dos revolucionarios de pacotilla, frente a frente
por primera vez, encapuchados como en sus fantasías guerrilleras, pero hablando
de temas banales o reales. El producto mejor terminado de la izquierda es el
pobre que sueña con la fase superior del socialismo en un país que ya fue
devastado por el liberalismo y por ese mismo anhelo.
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